Presentación de la Revista DUODA 37

MONOGRÁFICO: LA DEMOCRACIA IGUALITARIA Y LA VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES Barcelona, 4 de febrero de 2010

Como ha dicho Remei, este número de la revista Duoda recoge entre otros, los textos dedicados al seminario de primavera de 2009 que lleva por título: La democracia igualitaria y la violencia contra las mujeres.

Quiero detenerme aquí porque este título, para mí, ha sido una pregunta, una pregunta importante que quizás no me hubiera hecho si no estuviera familiarizada con el pensamiento de la diferencia y las mujeres de Duoda, así que agradezco la oportunidad que me ha brindado la lectura de los textos que acogen las páginas de este nuevo número para reflexionar y seguir preguntándome después de algunas evidencias, dudas y contradicciones y también algunas luces, sobre los posibles vínculos existentes entre democracia igualitaria y violencia contra las mujeres.

Quizás no se trate de la violencia más explícita, pero sí de la violencia cotidiana que muchas hemos podido sentir y experimentar en nuestro entorno. Porque esa violencia aunque a veces se muestra en toda su crudeza, otras su sutileza es casi imperceptible, sumiéndome en una contradicción que se deriva de ansiar la igualdad y no reconocerme en ella, y por eso he necesitado pensar lo que siento ante esta contradicción, una contradicción sentida muchas veces, pero no pensada, apenas puesta en palabras en mi realidad presente.

Hace ya algún tiempo que la ansiada llegada de la democracia a nuestro país significó una liberación para muchas y para muchos, sin embargo, hemos podido constatar con el vivir diario que la democracia en su pretensión de igualar, de homogeneizar a cada una y a cada uno, rechaza cualquier manifestación de diferencia sexual, de este modo el patriarcado en crisis puede continuar prevaleciendo en un tiempo en el cual, es cuestionado desde todos los ámbitos, dentro y fuera de él. La igualdad por tanto, será la fórmula que éste apure para seguir vigente, ya que en estos tiempos donde ya se ha dado la revolución de las mujeres y es difícil su vuelta atrás, el poder masculino no puede negarse a la evidencia de esa presencia y ese protagonismo femenino, sin embargo, intenta neutralizar la diferencia de la que ellas son portadoras “permitiendo” bajo el principio de igualdad que ellas sean iguales, iguales a los hombres. Pienso que esta ha sido una trampa para muchas, porque cuando hablamos de igualdad estamos hablando de olvidar la singularidad, y no es un olvido insignificante, ni un olvido inconsciente, porque en estos tiempos de final del patriarcado homologar a cada una y a cada uno significa proclamar la renuncia a cualquier diferencia, incluso la más evidente, ser mujer, o ser hombre.

Definir en qué consiste esa igualdad, tomar conciencia de lo que ello significa me ha permitido vislumbrar la violencia que se esconde detrás del principio de igualdad. Una violencia que en su ponencia “Me rindo”. Aceptar y resistir el ser mujer. Laura Mora escribiendo sobre los efectos perversos del principio de igualdad como generador de violencia lo ha definido como “la asimilación de unas por otros y la deportación de tantas a un no-SER, algo que es profundamente violento”… Y añade: “la violencia a la que me someto a mí misma por homologarme al patrón masculino del deber ser.”

En ese no-SER, he podido ver entre otras, la violencia que la democracia igualitaria ha generado en muchas mujeres, manteniéndolas en lucha consigo mismas, pretendiendo ser hombre, siendo una mujer y llegando a ser alguien que no se es y así poder encontrar un lugar en el cual ser. Enredadas en esta confusión muchas mujeres defendimos el principio de igualdad como la salvaguarda de nuestra “emancipación”, creyendo que a través de los derechos de igualdad podríamos ser en libertad.

Una compañera de trabajo me contaba como había sido su relación laboral a lo largo de los años con sus compañeros, el trabajo que realizaba era tradicionalmente masculino y rodeada de hombres: “Me he podido ganar su respeto, ha sido reconocida mi autoridad en un mundo de hombres porque yo supe adaptarme a ellos, yo muté a su mundo. A cambio dejé atrás mi feminidad, incluso, su esencia física, mi menstruación fue relegada a otro lugar fuera de mi trabajo, sólo así creía que podía ganarme su confianza, estar a la altura. Aunque mi cuerpo me hablara, no lo escuchaba, en el trabajo mi cuerpo no existía.

Esta igualdad genera violencia porque nos sigue situando sutilmente a las mujeres en un lugar en el cual el patriarcado nos ha colocado para no resultarle demasiado molestas, dado que la adaptación de las mujeres al paradigma masculino supone tomar como unidad de medida al hombre, interpretando a su vez, el ser mujer como una desventaja social, desventaja que sólo será posible superar si nosotras somos capaces de adaptarnos a él. Algo que por otra parte, hemos sido capaces de demostrar, pero al precio de escindirnos entre lo que debemos ser y lo que realmente somos, mujeres.

En ese esfuerzo constante de adaptación hemos vivido lo propio como inferior a aquello que nos es extraño, a aquello que nos exige dejar de ser, y perder en parte nuestra originalidad, manteniéndonos en un frágil equilibrio entre el ser mujer y ser hombre a la vez. Mantenerse en esa esquizofrenia ha sido y es muy difícil y fatigoso para las mujeres, pues para adaptarnos a las reglas que impone la sociedad patriarcal, y permanecer en la tensión “de estar a la altura de”, “en igualdad con..” automoderándonos y modelándonos voluntariamente al deseo y a la palabra según el modelo masculino impuesto por el patriarcado, ha provocado la ausencia de subjetividad femenina, ausencia de aquello que nos diferencia de los hombres, convirtiéndonos muchas veces en su eco, en su sombra, aun creyendo que por el hecho de poseer derechos, de vivir en una democracia y en igualdad podemos ser en libertad, sin darnos cuenta muchas veces que nuestra libertad no siempre ha sido resignificada en femenino, sino que ha sido vaciada de significado en pro de la supuesta igualdad entre hombres y mujeres.

Bajo el dominio de ese orden –o más bien desorden- simbólico, se ha consolidado la idea entre hombres y mujeres, que la igualdad con los hombres asegura la libertad femenina, pero es precisamente esa igualdad la que nos priva a las mujeres de nuestra propia interpretación de la libertad, invisibilizando la potencia simbólica femenina, porque la libertad femenina es en relación, con vínculo, con intercambio y con medida.

Y tomando estas palabras aprendidas en este entre mujeres de Duoda y releídas tantas veces en sus textos, quiero introducir un tema que también está en vinculación con ese supuesto principio de igualdad, con ese No Ser, y ¿por qué no? con la violencia que éste trae consigo. El tiempo de las mujeres en su entorno laboral y en las relaciones allí donde éstas se den. Viviendo el trabajo con un sentido relacional y no instrumental.

Tengo ahora en mi memoria reciente la experiencia vivida por otra compañera de trabajo, la cual es madre de una niña de seis años y a su vez, es hija de una madre que vive amenazada por un cáncer que le ha devorado un ojo y la está dejando ciega. Bien, esta compañera y amiga que trabaja fuera y dentro de casa y además cuida de los suyos, está siendo presionada y cuestionada por un hombre, su jefe en el trabajo, que no parece entender que la vida está sostenida por mujeres que hacen de su vida y de sus relaciones un puente de civilización. Este hombre quizás no es capaz de entender que la vida que él pretende ejemplarizar bajo un orden de eficacia y productividad es precisamente sostenida por mujeres que como Rosa cuidan de los suyos, de su hija, de su madre acogiendo su ceguera, por necesidad, por deseo y por amor, y que quizás también él sin saberlo, tenga necesidad de una Rosa en su vida capaz de establecer vínculos, capaz de cuidarle, capaz de darle algo más que veinte expedientes resueltos en un mes. Sin embargo, este hombre no es capaz de ver más allá del tiempo del beneficio, es ajeno a ese tiempo de sentido que nosotras, las mujeres conocemos bien, ese en el que el deseo y el amor se llevan a cabo, ese donde se gestan las relaciones, donde se sustenta la vida. Un tiempo concebido como atención, cuidado, y dedicación a los otros, a las otras, a la vida. Un tiempo que las mujeres sabemos que no es sólo uno, sino que son muchos, tantos como diversas sean nuestras relaciones, es por tanto, un tiempo infinito creado junto a las relaciones con la única medida que da el deseo de estar en relación, como Milagros Rivera nombra, la relación sin fin, la relación por el gusto de estar en relación. O como dice Lourdes Albi en su artículo “Entre los pucheros anda el señor” donde nos desvela el secreto de su madre: “no sé por qué le cuesta tanto a la gente entender que cuidas a tus nietos por deseo y por amor” y continúa: “Ahora lo sé: unir necesidad, deseo y amor, y darle sentido a su hacer, ése es el gran secreto de mi madre.” Esa creo que es la medida del tiempo que las mujeres hemos considerado durante toda la vida, pues en ese modo de concebirlo, de gestionarlo, se halla el más femenino, el más femenino relacional.

También sabemos las mujeres que esos tiempos de sentido deben convivir con el tiempo del cronos, el tiempo que marca las horas, el orden a seguir, y sabemos lo difícil que es conjugarlo con los imprevistos de la vida, puesto que es un tiempo que no se abre, ni se deja ocupar por la vida y sus imprevistos, donde las relaciones no cuentan o si acaso sólo en tanto que instrumentales para dar forma al tiempo y a su eficacia. Pese a esta resistencia, la vida se obstina y se abre paso sin distinguir ni tiempo ni espacio, por eso pienso que a las mujeres nos cuesta mucho hacer esa absurda división entre público y privado, esa división entre el adentro y el afuera, pues cada una de nosotras llegamos al trabajo con un bolso lleno de indicios y evidencias de vida, las recetas de nuestra madre pensionista, el chupete de nuestro hijo, los cromos de la mayor, la merienda de los dos, pañuelos para sonar los mocos del niño o para secar las lágrimas vertidas de una compañera en la clandestina intimidad del baño, todo eso viene con nosotras allí donde vamos, porque nuestra vida no se queda aparcada en la recepción, sino que se mantiene viva más allá de un expediente y más allá de una reunión.

Que él sepa ver la grandeza de esos gestos no depende de Rosa, ni de nosotras las mujeres, sino de que este hombre (el patriarcado) reconozca, acoja, agradezca y ponga en valor esa diferencia, el más relacional que nosotras llevamos al mercado del trabajo, un más que aunque algunos se empeñen en ver como un menos y otros como un igual, es una evidente diferencia que han aportado las mujeres al mundo del trabajo y está ligada íntimamente con esa forma de estar en el mundo estableciendo redes y relaciones de dependencia que hacen que la vida sea un poco más vivible cada día. Y mientras nosotras hemos llevado estas necesidades de relación al mercado laboral, los sentimientos, los afectos, las palabras, las confidencias, la solidaridad…….., el patriarcado ha relegado estas necesidades a la vida privada, dejando lo “público” desnudo de sentido. Y es que el patriarcado cuando no ha sabido, o no ha querido solventar un conflicto en las relaciones entre los sexos, ha optado por calificar el asunto de privado, ésta ha sido la tradicional forma de cerrarse y cegarse a aceptar la diferencia.

Poner pues, en el centro las relaciones y la interpretación libre de ser mujer es rescatar la diferencia, para que no sea engullida por el principio de igualdad, porque como dice Lia Cigarini: “no permitir su homologación significa libertad, porque diferencia es ante todo pensarme y ponerme autónomamente en el mundo”.

Esto y muchas cosas más las he aprendido en los textos de la revista Duoda, en ellos están impresas las palabras y la maestría de unas mujeres que fieles a la interpretación libre de sí han creado conocimiento a través de la práctica política del pensamiento de la diferencia y la práctica de la relación, recuperando el simbólico materno han sabido transmitir sus saberes poniendo en palabras la experiencia, haciendo de ella texto encarnado, huellas de vida impresas que a mí me guían y orientan.

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Marisé Clement

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