Barcelona, 4 de Febrero del 2010.
Acercándome al pensamiento de la diferencia, al principio, se abrió en mí una gran satisfacción por ir aprendiendo a nombrar una serie de gestos y posturas que mi cuerpo indicaba, en mi vida, y sobre todo en relación, que indicaban un deseo de trascendencia. Un deseo de trascendencia que he descubierto como una necesidad, por ejemplo en el trabajo. A este tema del trabajo le dedica Lia Cigarini un artículo en el presente número de la revista: “La pasión por la política: pensar las relaciones y el trabajo”, charla que ofreció el pasado curso en el marco del 4º Diálogo Magistral de DUODA. Tal y como señala ella con su texto, pensar las relaciones y el trabajo ahora y desde la diferencia sexual, cuando la fallida del modelo económico imperante es ya un secreto a voces, abre todo un nuevo horizonte de sentido. Esta crisis económica mundial viene por otro lado acompañada por una serie de transformaciones del sistema productivo que se han dado a un ritmo trepidante, y me refiero sobre todo al paso que actualmente vivimos entre el modelo económico fordista a una economía más centrada en el intercambio de bienes inmateriales y servicios. Y en este paso, dice Lia, la incorporación masiva de las mujeres al trabajo remunerado puede significar un cambio de sentido si a lo que arriesga ser mero registro le logramos dar una amplitud en lo simbólico.
Yo, en mi trabajo, me he descubierto poniendo en el centro la calidad de las relaciones que allí sostengo, por encima del salario que percibo por él u otras variables que un pensamiento estrictamente materialista de lo que se puede esperar o no esperar de un empleo pueda considerar. Sólo a través del conocimiento de que esta inquietud y este placer van conformando orden simbólico, he podido atreverme a abrir un vacío en mí para acoger lo que me traería.. Así que mi experiencia de mi vida, que pasa también por mi trabajo, está siempre, como dice Lia Cigarini, «vinculada con la experiencia de la relación» y esto tiene mucho que ver con la libertad. Analizar mi experiencia del trabajo tratando de reducirla al paradigma marxista, en el que el amor hacia lo que hago, las relaciones que en el espacio de mi trabajo mantengo y prácticamente todo lo que sucede allí tienen el valor de una mercancía de intercambio desigual me provocaban mucho malestar, porque, y ahora lo sé, hay un «más» que no se dejaba encajar en ese modelo, y que, llevando como lleva una parte muy importante de mí, este esfuerzo de encorsetamiento me resultaba terriblemente doloroso. Como las hermanastras de Cenicienta, que tratan en vano de encajar el pie en el diminuto zapato que les ofrece el príncipe. Y no, no todo era alienación. Casi llegué a leer como un reprobable efecto de la alienación el amor que pongo en el trabajo, y mi preocupación por la calidad de las relaciones que allí se dan, y el placer en los intercambios que surgen en el trabajo cuando éstos están mediados por un sentido trascendente. Y sí, no dudo de que todo eso pueda ser valorado en términos económicos, quizás sea tasable y mensurable, y contra eso no tengo una respuesta, admito la contradicción y le hago un sitio en mí, aunque me recuerdo a mí misma a menudo que si es fruto de mi deseo, será difícilmente objetivable en forma de mercancía de cambio o de explotación. Así es que, paradójicamente, este tránsito me lleva a preguntarme a menudo por mi deseo en el trabajo y el deseo me conduce teniendo en cuenta el sentido en lo que hago. En la introducción a un libro precioso: Una revolución inesperada. Simbolismo y sentido del trabajo de las mujeres, la misma Lia Cigarini se refiere a este preguntarse por el sentido del trabajo desde la diferencia sexual como un «un punto de resistencia simbólica indispensable en este momento» [p. 20 o.c].
Mi experiencia ha sido la de aprender a nombrar estos saberes que las mujeres llevamos a la esfera pública, a mi puesto de trabajo. Primero estaba mi necesidad de darle un nombre a todo aquello que estaba poniendo en juego en aquel espacio. Y había necesidad, -una necesidad grande-, porque de otro modo todo aquel deseo y aquellas prácticas permanecían en el magma indistinto de la “jornada laboral”, y esas horas transcurridas en el trabajo se erguían como un enorme y aplastante paréntesis en mi vida. Y digo “paréntesis” porque percibía que, de algún modo, el hilo de sentido que mantiene unidos los diferentes quehaceres que llevo a cabo a lo largo de la semana, se rompía desde el momento en que traspasaba el umbral del lugar donde trabajo. Había mucho deseo sin nombrar. Esta experiencia de la temporalidad que he narrado, en la que existe una linealidad a la que se le añade, como un apéndice, un tiempo que llamo “de excepción”, no me pertenece, en ella me siento una autómata repitiendo un guión y, como la lengua materna dice, con un símil precioso: «siento que me falta el aire«. Y también Irigaray, en uno de sus libros más hermosos, Ser dos, le da el nombre de «aire» a la experiencia de hacer un silencio para poder escuchar lo singular que la diferencia sexual trae al mundo:
Aire, tú que proteges del fuego y de la helada,
que nos otorgas un peso que no es simple sumisión a la gravedad,
tú que das a los sonidos sus tonalidades.
Aire,
si llegas a faltar, ¿qué presencia nos protegerá?
¿Y cómo producirte, si estamos producidos por ti?
Por cierto, las palabras existen.
Pero, pronunciadas, ¿conservan el aliento?
¿Hay, en ellas, un aliento que pueda procurar una existencia futura?
[Luce Irigaray, fragmento de un poema de su Prefacio a Ser dos, Paidós, 1998] [Hasta aquí la cita] Porque es de la posibilidad de un futuro de lo que hablamos cuando nos cuestionamos sobre el trabajo y el sentido que nosotras podemos dar allí, frente a la abstracción criminal y suicida del capital que han sostenido fundamentalmente los hombres. Así, descubro en cambio que los intercambios entre mi vida fuera del trabajo y dentro son incesantes, y que mi deseo va tejiendo unos nudos muy fuertes entre los dos. Son estos nudos los que me conducen, como un señuelo, hacia el sentido de lo que allí, en mi empleo, se genera. Abriéndome a la singularidad de los intercambios y de las relaciones que allí sostengo. Y es entonces que lo inesperado que trae la atención a la singularidad se desvela, y con ella (y lo diré tomando prestado de Wanda Tommasi un juego de palabras), descubro ya no una liberación del trabajo, sino una libertad en él.