Revista Duoda 38: La verdad de las mujeres

Barcelona, 16 de Septiembre 2010

Buenas Tardes a Todas y Todos.

Quisiera iniciar mi intervención con la lectura de un fragmento del poema titulado ¨La Abuela¨, de Olga Orozco (1998): (…)

(…)
Ella recorre aún la sombra de su vida,
el afán de otro tiempo, la imposible desdicha soportada;
y regresa otra vez,
otra vez todavía, desde el fondo de las profundas ruinas,
a su tierna paciencia, al cuerpo insostenible, a su vejez,
igual que a un aposento donde sólo resuenan las pisadas de los
[antiguos huéspedes
que aguardan, en la noche, el último llamado de la tierra
[entreabierta.
Ella nos mira ya desde la verdadera realidad de su rostro

(pág. 15).

La mirada de las abuelas es un vaivén de recuerdos de aquellos hombros que nos trajeron hasta aquí y aún nos mantienen alzadas con la vista fija en un horizonte coloreado de ayer. Un horizonte que es hoy y mañana, libre de estaciones y distancias.

El haber quedado cautivada al nacer por la mirada de mis abuelas, me condujo a intentar escribir brevemente sus historias de vida, un deseo que albergaba desde hace muchos años, pero no había logrado concretar, sin embargo, con una frecuencia considerable evocaba aquellos pasajes que ellas me habían contado de pequeña, pasajes impresos nítidamente en mi memoria, las imaginaba sintiendo, viviendo cada experiencia que alguna vez fue nombrada por sus voces y proyectada en blanco y negro sobre mi mente.

La imaginación fue una gran compañera en este proceso, tenía la tendencia a cualificarla como una fuerza de ataque, como una fuerza que se abalanzaba sobre mí tergiversando la realidad, la relación establecida con ella ha sido intensa desde que tengo uso de razón. Pero, en esta oportunidad hicimos las paces, llegó a mi casa, me dio la mano, era tersa, cálida, servimos un té y a partir de allí me fue contando la historia que mis dedos necesitaban trazar, ella estuvo dispuesta en todo momento a ceder su espacio a otras voces, a las voces que habían vivido aquellas experiencias que yo quería contar, de modo que el trabajo final fue una composición multitonal, a mi juicio bastante curiosa.

Justo en este momento entra al juego la revista DUODA número 38, a través de un correo electrónico en el cual Remei nos invita a presentarla, evidentemente sentí satisfacción al leer su propuesta y de inmediato acepté, pero la sorpresa mayor vendría cuando una vez acostada sobre mi cama, empiezo a ojear el índice y me encuentro con aquel despliegue de relatos sobre la relación con la madre y con la madre de la madre, es decir, de relaciones con el origen y el sentido de la existencia. A partir de ese instante, sencillamente entré en éxtasis y empecé a leer los artículos de Gemma, Núria, Elisa y María Milagros, una y otra vez.

Para ese entonces, me encontraba tímidamente bloqueada, no sabía por dónde iniciar los trazos, era como si tuviese frente a mí un tejido indescifrable, cuyas caras no lograba reconocer, sabía que necesitaba unir ciertos bordes de alguna manera, sabía que habían extremos que quedarían abiertos, no quería clausurar el movimiento, ni mucho menos, apostar al absolutismo, cuando contamos siempre hay que dejar resquicios para la respiración, la danza que ejecuta la mente lectora es como los guiones trazados por la aguja que zurce dulcemente hasta llegar a juntar dos capas que se funden, pero permanecen una, una en sus orígenes e historias.

De modo que dialogar con sus voces sobre papel, expandió mis posibilidades narrativas, señalando caminos transitados por todas, cuyas particularidades teñían de encanto aquello que permanecía oculto y habría de ser develado a partir de la verbalización de un recuerdo compartido. Traer a la luz la relación con la madre es como descubrir una vibrante cascada que siempre estuvo al costado, cubierta de montañas, helechos y musgo, una cascada que nos arrullaba en su caída e iba deslizando ondas que acariciaban la tierra sobre la cual arrastramos los pies en cada paso. Cuando la miras por primera vez su imponencia chispea tu rostro desde la distancia, quieres atravesar el pozo que forma a su alrededor y fundirte con ella, dejarte masajear la espalda bajo su boca, pero la fuerza te paraliza y sientes la necesidad de dedicar un espacio considerable para la contemplación, y luego, cuando se vislumbran sus cadencias, entonces, llega el momento de la fusión, el momento a partir del cual entiendes con el cuerpo que nunca hubo distancias, sino quizás ciertas interferencias en los sentidos.

Contar a la madre y a las abuelas implica reconocer la propia fragilidad y dependencia, implica atravesar el negativo compungido en nuestro interior. De acuerdo a Gemma del Olmo Campillo (2010): (…) La única forma de superar el negativo es atravesándolo. O de otra manera, hay que recorrer un camino, como si de un camino interior se tratara, hacia la luz, pero esta vez la luz no es lo divino sino la vida. La aceptación no es suficiente, el reconocimiento no basta, es preciso un trabajo interior para sanar la herida, un trabajo que deberá ser hecho en soledad, como eremitas, pero no en aislamiento.

Es necesario una ayuda, es preciso un beso, aunque sea inventado, aunque sea soñado (pág. 236).

Nuestras heridas en algunas ocasiones provienen de las relaciones con las madres como figuras de autoridad (una autoridad tergiversada en ejercicio de poder), de la imposición de sus deseos sobre los nuestros, con el fin de encausarnos hacia el bien. Esta tendencia transgeneracional construye un marco sobre el cual nuestras vidas han de transcurrir y el desvío se penaliza, rasgando el cuerpo, generando rencores alimentados por el sentir de un desamor (no se nos ama como queremos). El dolor del primer desamor, el desamor de la madre, crea una escisión entre el ser y la vida, el ser desgarrado se ancla al dolor cerrando cada una de las ventanas que podrían acercarle a su propia libertad o mejor dicho, al reconocimiento de la misma.

El transitar un camino de vuelta hacia el origen, contiene implícita la reconciliación con la madre y con la madre de la madre, nos libera desde el preciso instante en que nos reconocemos socializadas en una lengua materna, acogedora y sublime, capaz de transformar la hostilidad (porque el amor siempre estuvo), incluso aunque no se pronunciase. Transitar el negativo implica mirar nuestro propio negativo al juzgar la falta de ¨autonomía¨ en nuestras madres por desconocimiento de la importancia política de su rol como cuidadoras y generadoras de vida y cultura. Contar la vida de las mujeres que nos precedieron además de ser un ejercicio poético, es un ejercicio filial, saberse hija y nieta, es también saberse descendencia y origen, extremo y raíz de un continuo que nos precede, un continuo inacabable gracias a la presencia de la relación, entendida ésta en palabras de María Milagros Rivera Garretas (2010), como: ¨ Un estado de conciencia. Un estado de conciencia que consiste en saberse dependiente de la conciencia ajena. Se practica cuando se vive en este estado de conciencia¨ (pág. 210).

Reconstruir simbólicamente las travesías de las abuelas significó reconocerme parte de una totalidad que se ilumina en el momento en que se sabe compuesta por un tamiz relacional, cuyas fibras se contraen y expanden en cuanto se nombra. Dicho tamiz siempre existió, aunque no lo tuviese presente, despertar la conciencia ante esta red, hacer genealogía, induce al ser a la fundación deliberada de una cosmovisión sexuada en femenino. La mirada de las madres, ese caleidoscopio inicial, renace ante ti y esta vez su llegada es definitiva. El mundo comienza a ser sentido desde un cuerpo íntegro que ha trascendido la escisión, un cuerpo que se reconoce amor y vaivén.

Referencias

Olga Orozco (1998). Elipses y Fulgores. Barcelona, España: Editorial Lumen.

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Aura Tampoa Lizardo

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